El aparato respiratorio es, como su nombre indica, el que nos permite respirar. Su principal función es conectar el aire de nuestro exterior con los pulmones, que se encuentran en el centro del pecho o tórax, protegidos por las costillas. Así pues, podemos dividir el aparato respiratorio en dos partes principales (o vías, puesto que al final lo que hacen es "conducir" el aire hasta su destino):
Vías aéreas superiores. Se inician en la nariz y la boca, tras la cuál se encuentra la faringe, seguida de la laringe.
Vías aéreas inferiores. Empieza en el punto en el que la laringe se une con la tráquea, un tubo duro y resistente a la deformación (hecho puramente de cartílago). Cuando la tráquea acaba, ya dentro del pecho, se divide en dos vías (que llamamos bronquios), una hacia el pulmón derecho y otra hacia el izquierdo. Estos bronquios son grandes, con un diámetro de 1,5 cm aproximadamente. Se dividen en bronquios más pequeños que se van adentrando en los pulmones, hasta llegar a medir menos de 1 mm de diámetro. A estos les llamamos bronquiolos. Al fin y al cabo debemos imaginarlo como un árbol, con ramas robustas y grandes junto al tronco que se van dividiendo hasta ser pequeñas ramillas que sostienen las hojas. Por eso, a las vías respiratorias inferiores también se las conoce como "árbol bronquial".
Se trata, como decíamos, de estructuras más grandes al inicio (como es un tubo, solemos decir "de mayor calibre") y se van haciendo más pequeñas a medida que avanzan hacia los pulmones. Dentro de estos, los bronquiolos más pequeños terminan en diminutos sacos, llamados alveolos. Estas estructuras tienen una fina pared que permite el paso del oxígeno de un lado (el interior del alveolo, lleno de aire) al otro (la sangre, traída por diminutos vasos sanguíneos llamados capilares. Es de esta forma como la sangre obtiene el oxígeno que transportará al resto del cuerpo.
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